Lluvia, viento y frío. Miro por la ventana del apartamento y lo último que me apetece es salir a dar un paseo. Me da pena porque suelo reservar la mañana de los domingos de invierno para dar un paseo hacia la Acrópolis o el Ágora. No sé si con la crisis esto habrá cambiado pero hasta el año pasado, la entrada de todos los sitios arqueológicos de Atenas era gratis el domingo por la mañana.
Y si hay algo que me encanta de esta ciudad es subir hasta la Acrópolis e, ignorando a toda la gente, darme un paseo por allí como si estuviera yo sola 2000 años atrás y esto no fueran unas ruinas expoliadas sino el centro cultural del Mediterráneo, el lugar donde se inventó la historia, los mitos, la filosofía, la física, la medicina, las matemáticas...
Después tomo asiento siempre en el mismo sitio, un banquito de obra adosado a una de las paredes del antiguo museo, el único lugar donde te puedes sentar a la sombra y contemplar el Partenón en todo su, relativo, esplendor. Y allí puedo pasarme toda una mañana, contemplando el ir y venir de los turistas, tan diferentes y tan iguales todos ellos.
Los nórdicos, con sus bermudas y sus sandalias con calcetines haga la temperatura que haga, los mediterráneos tan gritones y tan expresivos, las abuelas griegas, vestidas de negro de arriba abajo, los popes ortodoxos son sus largas barbas y sus faldamentas negras...
Y los gatos. Porque estos animalitos forman parte del paisaje. Hay montones de ellos entre las piedras, entre las ruinas, esperando pacientemente a que un turista sorprendido les dé algo de comer o se entretenga haciéndoles unas fotos.
Después regreso por las callejuelas de Monastiraki y Plaka, entreteniéndome entre las tiendecitas de recuerdos, las joyerías, las típicas "tavernas" en las que los camareros salen a la calle a intentar convencerte a voces de que su comida es la mejor, la más auténtica y la más barata.
Aquí se hablan todos los idiomas, no hay ningún problema si no hablas más que el tuyo: ellos lo hablan también. El español suele ser una mezcla con el italiano, algo así como el itañolo, muy gracioso pero que se entiende perfectamente. Son comerciantes natos, descendientes de aquellos que se aventuraron por todo el Mediterráneo para establecer sus "emporios" en lugares tan alejados como Hispania.
Es inevitable terminar comprando algo, una esponja natural de las islas del Egeo, una pulsera de madera de olivo, un precioso colgante de plata, una estupendas sandalias de cuero hechas a mano, una bolsita de orégano... Es como un bazar oriental, aquí hay absolutamente de todo.
Pero hoy me temo que no voy a ir. Me conformaré con las vistas desde la terraza. Viento y lluvia es la peor combinación posible, no hay manera de usar el paraguas y yo soy de un pueblo castellano: no me gusta la lluvia.