El domingo, a pesar de que las predicciones meteorológicas daban una tregua a la lluvia, amaneció lloviendo. Nos despedimos de Mérida y partimos hacia Trujillo.
Parece que la zona ya estaba habitada en tiempos de los vetones y que en época romana la población se llamó Turgalium. Los árabes la fortificaron y hasta el siglo XIII no la conquistó el rey castellano Fernando III el Santo. Tras la reconquista se establecieron en la ciudad familias de la nobleza cuyos miembros rivalizaron entre si construyéndose las grandes mansiones y palacios fortificados que podemos ver hoy en día dentro del recinto amurallado.
Como ejemplo de ello están el Palacio de los Marqueses de la Conquista, mandado construir por el hijo de Francisco Pizarro, el palacio de Orellana, el de San Carlos, el de Juan Pizarro, el de Santa Marta...
Tras pasar por la oficina de turismo para hacernos con un mapa del centro nos internamos por el viejo Trujillo para subir a lo alto del Cerro Cabeza de Zorro, lugar donde se asienta la Alcazaba.
La Alcazaba omeya fue erigida en el s. IX y por tanto es contemporánea de la de Mérida, aunque tenga muchos añadidos posteriores. Se trata de una enorme fortaleza con varios recintos y un interior poco destacable si no fuera por un aljibe, las vistas desde la muralla y una capilla de época moderna dedicada a la Virgen de la Victoria, patrona de la localidad.
Y tras el castillo, y con la lluvia apareciendo y desapareciendo todo el rato, nos perdimos por las estrechas callejuelas empedradas entre iglesias, palacios, torres y mansiones.
Me dio un poco de pena comprobar que unas cuantas iglesias estaban en ruinas, pero supongo que es demasiado patrimonio. Los palacios y las casas se pueden habitar y sus moradores cuidarlos y restaurarlos, pero ¿qué hacer cuando se tienen un montón de iglesias cerradas, sin culto y sin ningún otro uso?. Me temo que en estos casos sólo hay un destino: la ruina.
La mañana pasó y buscamos un lugar para comer y descansar un ratito. Y nos decidimos a entrar en el restaurante del hotel que hay en el Palacio de Santa Marta.
En el comedor no había apenas gente, tan sólo un par de mesas ocupadas y parecían clientes del hotel. Pero era un lugar tranquilo y muy agradable. El menú resultó todo un éxito que vino a corroborar lo que yo ya intuía: no es posible acertar siempre con los restaurantes, así que, si todos a los que vas te gustan, no es que seas más listo que nadie o que tengas muy buena suerte, es que en Extremadura se come muy bien.
Y tras el café, y no sin pena, nos pusimos en marcha. Nos quedaban unas cuantas horas de camino y no queríamos llegar muy tarde. Pero dejé las tierras extremeñas segura de que la próxima vez no voy a tardar tanto en volver. Puede que la próxima vez sea Monfragüe. En esta época tiene que estar precioso...