Mi segundo día en Jordania hice un descubrimiento. Por mucho que me hubiera estudiado guías, revistas especializadas en viajes o artículos en internet, no había oído, o leído mas bien, nada acerca de un lugar llamado la Pequeña Petra. Solamente una compañera de trabajo me había hablado de la decepción que se había llevado al llegar a lo que ella creyó que era Petra y que resultó ser una broma del guía.
Así que, tras las paradas de rigor en el Monte Nebo y Madaba, nos encaminamos a ese lugar del que no sabía muy bien que podía esperar. Antes de llegar al macizo montañoso en que se encuentra nos sorprendió una buena nevada (si, yo también pensaba que en Jordania no nevaba...).
Cuando paramos no había más que unas jaimas y unos puestos de recuerdos, estábamos solos, ni mas turistas ni nadie que no fueran los beduinos del lugar, llamado Wadi al-Barid y sus cabras.
Lo primero que vimos fue una tumba nabatea tallada en la roca y andando poco más y protegida por una herrumbrosa verja, la entrada a un estrecho desfiladero de poco más de un metro de anchura en algunas zonas, que conducía a un angosto valle que terminaba en unas escaleras talladas en la roca.
Las paredes de roca estaban llenas de estancias excavadas a ambos lados, habitaciones destinadas al descanso de las caravanas que transitaban por la zona.
La más impresionante era un triclinio con una fachada el lo alto adornada con columnas y restos de pinturas murales en su interior.
La zona, además, estaba llena de pequeñas cisternas y canalizaciones para recoger el agua.
El lugar me pareció increíble a pesar de la impresión que daba de estar un poco abandonado, como si la sombra de su famosa "hermana mayor", que se encuentra a unos 15 kilómetros, fuese demasiado aplastante.
Posiblemente fuese un aperitivo de lo que nos encontraríamos al día siguiente, pero a mi me cautivó con su tranquilidad y su belleza un poco ajada.
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