domingo, 22 de enero de 2017

Filipinas. Ifugao: Banaue y Batad

Salimos para Banaue en un bus nocturno que hace el trayecto desde Manila aproximadamente en ocho horas. He tenido la suerte de ir durmiendo todo el rato. Lo único malo es que por alguna razón que se me escapa el autobús tenía el aire acondicionado a 18º y era para morirse de frío. En Manila nos costó bastante encontrar la estación, hasta el taxista se bajó a preguntar. A saber. No entiendo como un taxi en Manila no tiene GPS.



Hemos llegado Banaue las cinco de la mañana e ido derechos a la Oficina de Turismo a reservar una excursión. Por lo que había leído, para un sólo día lo mejor era ir a ver las terrazas de Batad y Tappiyah Falls. Hemos cogido un jeppney con conductor y un guía, Jazmin. No nos ha salido mal de precio.


Como hasta las siete no salíamos, nos han abierto un restaurante para desayunar café y pancakes. Debían estar esperando la llegada del autobús de Manila. Tenía la decoración más disparatada que he visto en mucho tiempo, pero los pancakes de plátano estaban buenísimos y, una vez que empezó a amanecer, desde arriba había unas bonitas vistas del pueblo y algunas terrazas.



La carretera a Batad está en construcción y no llega hasta la aldea. El último tramo es una pendiente que hay que hacer a pie. Las terrazas en esta parte de las montañas son impresionantes: de hecho fueron declaradas como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1995.



Las terrazas fueron creadas hace más de 2.000 años para poder plantar arroz en las laderas de las montañas que habitaban los Ifugaos, una tribu que no cayó bajo el dominio español hasta mediados del siglo XIX y que consiguió mantener sus valores, cultura y creencias.




Una vez en Batad hay que dejar los datos en un libro, una especie de registro de visitantes. Desde lo alto las vistas del anfiteatro que forman las montañas y las terrazas construidas en ellas es impresionante. El hecho de que esta zona esté relativamente aislada y no puedan llegar los vehículos ha permitido que se conserve el entorno sin los inconvenientes del turismo masivo.




Hemos empezado un recorrido con el guía atravesando las terrazas y llegando hasta un punto en el cual el camino se transforma en unas empinadas escaleras y senderos que nos llevan hasta la imponente cascada de Tappiyah.





Merece la pena ir, pero hay que reconocer que el sendero se las trae. Es estrecho y complicado. La ida es casi todo el rato de bajada. Cuando llegas allí el premio es un salto de agua de unos 70 metros de altura que se precipita desde lo alto de una pared de roca cubierta de musgo y vegetación hasta un pequeño lago de aguas bastante frías.




Llegar allí era una especie de desafío. La vuelta es casi todo el tiempo en subida y es bastante dura. Ya nos habían avisado el guía y un chico italiano que acababa de llegar y que nos oyó mientras decidíamos que hacer. Por eso decidí tomármelo con calma y parar a tomar aire las veces que hiciera falta. Además, de esta manera puedes disfrutar del paisaje y hacer fotografías del valle con el río corriendo por el fondo.




De regreso, una vez arriba, nos hemos tomado unas cervezas, de San Miguel, claro, y descansado mientras nuestro guía y la dueña del chiringuito nos enseñaban a abrir los cocos a machetazos para beber su agua.





Seguimos el camino de vuelta y pasamos entre una casa en la que, además de vender productos de artesanía de madera y arroz, un anciano vestido con los ropajes típicos de su tribu estaba descascarillando el arroz a la manera tradicional.



Pedí permiso para hacerle una foto y me pidió  una pequeña donación. No me pareció mal que se saquen unos pesos con los turistas. Al fin y al cabo ya me había dado antes permiso su mujer para hacerla una fotografía y sin pedir nada a cambio. Será porque habíamos comprado unos amuletos (dinumug) como los que llevaba la señora, que me contó que eran utilizados entre las tribus de los Ifugaos para atraer a la buena suerte.


Jazmín nos ha ido contando algunas historias y curiosidades de las diferentes tribus de Ifugaos. Por ejemplo que usaban una planta llamada te rojo, no como infusión, sino para las venganzas rituales. Cuando había un problema con otra de las tribus, el chamán mataba un gallo, que antes de morir daba unos pasos y  el guerrero ante el que caía era el encargado de llevar a cabo la venganza.


A esta tribu les llamaban head hunters, cazadores de cabezas porque decapitaban al enemigo, ensartaban su cabeza en una lanza y así la exhibían ante el resto de la tribu como prueba de que habían ejecutado la venganza.



Ha resultado un gran guía y por eso no nos ha importado nada cuando nos ha llevado a comer al restaurante de unos amigos. Además hemos comido bien, barato y con unas preciosas vistas del anfiteatro de Batad. Aunque nos han hecho una pequeña broma (o no) con el pollo.


El tiempo ha sido bueno todo el día, un poco fresco al principio pero agradable después. Hasta el momento de volver al jeepney que empezó a llover. 
Jazmín, a pesar de que su trabajo ya había acabado, ha estado pendiente de nosotros hasta que nos hemos montado en el autobús de vuelta a Manila. Es una suerte cuando te encuentras con gente así,  enamorada de su trabajo que y logran transmitirte su ilusión y su amor por su tierra.


La vuelta a Manila ha sido horrorosa. Si el autobús de la ida, de la compañía Coda Lines, tardó ocho horas y hacia frío, al menos era nuevo y cómodo y nos dieron unas mantitas cuando nos quejamos de la temperatura. El de vuelta, de la compañía Ohayami Trans, era un autobús viejo e incómodo, que tardó diez horas y en el que pasamos un frío de muerte. Y eso que estábamos avisados y llevamos ropa de abrigo. Desde luego ha sido uno de los peores viajes que recuerdo. Se me hizo eterno, no veía pasar las horas. Cuando llegamos a Manila yo estaba deshecha. Cogimos un taxi y tras un ligerísimo desayuno nos metimos en la cama porque eran las cinco de la mañana y teníamos el vuelo de vuelta a Madrid para esa misma noche. O lo que es lo mismo, iban a ser tres noches seguidas sin poder descansar en una cama: dos noches de autobús y la siguiente, de avión.

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