sábado, 7 de julio de 2012

Islandia: Cascadas, glaciares y playas negras

Comienza la vuelta a la isla. A partir de hoy seguiremos la Ring Road en sentido inverso a las manecillas del reloj, salvo por algunos pequeños desvíos por pistas que espero que no sean demasiado duras. Ha amanecido soleado y con algunas nubes, así que, con un poco de suerte, puede que no llueva, aunque esta vez voy bien preparada y no me faltan el chubasquero, las botas de agua e incluso los pantalones impermeables de esos que te puedes colocar en cualquier momento encima de los vaqueros.


Las vistas desde la carretera son espectaculares. Alternan los campos de lava negra con prados intensamente verdes, ríos violentos que se precipitan en el mar, campos de flores azules o amarillas... Y la omnipresente figura de las montañas cubiertas por glaciares de un blanco brillante que hace daño a la vista. Y ovejas, caballos, vacas y aves de todo tipo. Naturaleza salvaje y en estado puro. No creo que haya en Europa otro país tan poco transformado por la mano del hombre.



Nuestra primera parada es en Seljalandfoss, una cascada de más de 60 m de chorro que se mueve caprichoso según le venga el viento. Lo cual quiere decir que tienes todos los números para mojarte si te acercas un poco y para recibir una auténtica ducha de agua fresca si te adentras por el sendero que da la vuelta a la cascada por detrás.


Pero, como ya he dicho, esta vez voy preparada, así que me acerco, hago fotos, paso por detrás, sigo haciendo fotos y doy la vuelta por el puentecito de madera que hay ante el chorro. Y sigo haciendo fotos. Voy a tener mucha tarea cuando vuelva para seleccionar y quedarme con las mejores.


Seguimos camino y, ya desde la carretera divisamos Skógafoss, una imponente cascada de 63 metros de alto y pero con una anchura (25 metros) y caudal que nada tienen que ver con la anterior. Aquí no se puede pasar por detrás. Es más, hay una leyenda de un tesoro escondido por un vikingo, el primer colono de estas tierras, en una caverna tras la cortina de agua. Y nadie ha podido recuperarlo, al menos que se sepa, hasta ahora.


En días soleados y debido a la gran cantidad de partículas de agua en suspensión, se forma un arco iris. Hubo suerte y pudimos ver un trocito en lo alto de la cascada, cuando subimos por el empinado sendero que sale a mano derecha y que tras un montón de escalones llega a la parte superior. Desde aquí hay unas vistas que hacen que merezca la pena el esfuerzo.


De nuevo en carretera, tras unos kilómetros, vimos a la izquierda el comienzo de una pista que, según la guía, nos llevaría al frente de una lengua del glaciar Myrdalsjökull llamada Sólheimajökull


Se podía contemplar bastante bien desde la distanciaennegrecido por los detritos que se han mezclado con el hielo en su avance hacia el mar.  
Pero decidimos hacer un poco el loco y acercarnos los pocos kilómetros que había con nuestro coche, que a pesar de no ser un todoterreno se portó de maravilla, dado el estado del recorrido. Mereció la pena, porque es espectacular. Estamos acostumbrados a ver los glaciares blancos, azulados o grises claritos, pero éste tenía un color gris oscuro metalizado que le hacía especial.


Dejamos atrás Sólheimajökull y, cerca ya de Vik, cogimos una carreterita que llevaba al cabo de Dyrhólaey, un acantilado basáltico de más de cien metros de altura y famoso por su gran arco de piedra. 



Del otro lado, cerca del pueblo, frente a la punta de Gardar emergen del mar las formaciones basálticas de Reynisdrangar, que según la tradición local son unos troles a los que sorprendió la luz del día intentando arrastrar un barco de tres mástiles a tierra.


Y entre el cabo de Dyrhólaey  y la punta de Gardar se extiende una bella y tranquila playa de arena negra, sólo interrumpida por un enorme peñasco solitario.


A Vík í Mýrdal, el pueblo más meridional de Islandia y que cuenta con unos 300 habitantes, llegamos ya pasado el mediodía, así que tras subir a la iglesia, que se encuentra en el punto más alto de la población, terminamos parando en la tienda de la gasolinera para aprovisionarnos y comer algo.


El pueblo se encuentra cerca del glaciar de Mýrdalsjökull y casi al lado del temible Katla, uno de los volcanes más activos de la isla y cuya última erupción data de 1918. A la pista de la periodicidad de sus erupciones, todo hace pensar que la próxima está ya muy cerca... Y la fusión del glaciar provocaría una avalancha que borraría el pueblo del mapa. Creen que sólo se libraría la iglesia por estar en un promontorio, y hacia allí correría la población en caso de evacuación.


Pero hoy es un día tranquilo y soleado y no hay porqué ponerse en plan catastrofista. La gran mole del glaciar está ahí, por muy imprevisible que sea la geología de este país, ¡no íbamos a tener tan mala suerte!.

Calculando que desde Vík hasta nuestro hotel de hoy hay unos 90 km, y con las paradas que solemos hacer a hacer fotos en cualquier momento, todavía nos queda un buen rato para llegar. De todas formas el día es precioso y hay que aprovecharlo, que nunca se sabe en que momento se pone a llover y ya no para.


Una de las paradas que hemos realizado ha sido en el Myrdalssandur, una zona formada por las erupciones del volcán Katla y cuyas formas de lava redondeas y cubiertas por líquenes llaman la atención en un extenso territorio por lo demás, desértico.


Todavía nos quedaba una parada más. A pocos kilómetros de pasar Kirkjubaejarklaustur, aldea de unos 120 habitantes y nombre impronunciable, a la izquierda de la carretera divisamos un salto de agua de unos 40 metros de altura que caía por una pared basáltica y al que se accedía cruzando la granja de Foss-á-Sidu.


Pedí permiso para pasar a unas chicas que tomaban el sol sentadas a la puerta de la casa y pasamos por un verde prado hasta los pies de la cascada. Que puedo decir, se me acaban los adjetivos y me repito. Pero era un lugar precioso, tranquilo, daban ganas de quedarse allí charlando con la gente de la granja.

Seguimos nuestro camino y encontramos el hotel.


En medio de la nada, pero en un paraje idílico, ovejas, flores, formaciones de lava y unas vistas increíbles al gran Vatnajökull desde la habitación.


A pesar de que el hotel es de lo más básico (sin nevera, televisión, teléfono...) y que el precio era mayor de lo que he pagado por algunos de cinco estrellas, la verdad es que hemos disfrutado de las vistas del glaciar y de un paseo por los alrededores aprovechando que ha salido el sol y la temperatura es muy buena.
Y tenemos incluido el desayuno, lo cual es de agradecer, porque ¡este sitio no ofrece muchas posibilidades en ese sentido!

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