domingo, 7 de julio de 2013

Oporto

Oporto es una de esas ciudades que como mejor se conocen es sin planos, simplemente perdiéndose por sus calles.



Así se puede pasar del Art Decó de principios del siglo XX a los barrios populares del centro y la Ribeira con calles estrechas, casas desvencijadas y muros que se caen de viejos.



Los únicos problemas siguen siendo recurrentes: el calor y las cuestas. Oporto es un rompepiernas, pero hemos ido bajando poco a poco, parando en la Torre de los Clérigos y subiendo los doscientos y pico escalones hasta su cima para disfrutar de las vistas sobre los barrios antiguos y el Douro hasta Villa Nova de Gaia.


Posteriormente hemos descendido por callejuelas llenas de vida, fachadas de colores, niños jugando en las aceras, viejas tiendas de comestibles, ropa tendida en los balcones...





















Hasta llegar a la Catedral, a la que hemos llegado a mitad de una misa y dónde hemos parado un poco a recuperar el resuello y, sobre todo, a olvidarnos del calor aunque sólo fuera por un momento.


Además desde la plaza de la Catedral hay unas bonitas vistas de la ciudad vieja y de la esbelta Torre de los Clérigos.


Y seguimos descendiendo hasta la Ribeira. Esa zona, llena de restaurantes, cafés, terracitas y puestos de mercadillo, con sus casas de colores a orillas del río, es la más conocida de la ciudad.


Hemos cruzado al otro lado del río, a Vila Nova de Gaia, por el primer nivel del puente de Luis I y pasado un rato disfrutando de las vistas desde la zona de las bodegas.



Después de esto podíamos elegir entre subir andando o tomar un moderno funicular que parte de cerca del puente hasta la zona cercana a la Catedral y no ha habido duda: funicular.


Por dos euros y en un par de minutos estábamos arriba y ya de paso hemos cruzado otra vez el río, pero esta vez por el segundo nivel del puente, por el que pasa el metro de la ciudad y los peatones.


Da un poco de vértigo, sobre todo cuando pasan los trenes y empieza a vibrar y moverse, pero menos de lo que yo creía.


A las dos de la tarde el calor era insoportable y lo mejor era pasar ese par de horas en la habitación, con el aire acondicionado y las piernas en alto.


Por la tarde me ha llamado la atención la cantidad de gente que hay durmiendo en las calles, en los alrededores de la Praça Batalha. No están pidiendo dinero, se encuentran en los bancos, en portales, en jardines, hombres, mujeres, jóvenes, viejos... Hay muchos, demasiados. La crisis no perdona.





















Hemos estado en la Iglesia de San Ildefonso, barroca con la fachada decorada con azulejos, en la Estación de Sao Bento, con las paredes decoradas con veinte mil azulejos con escenas históricas y costumbristas...


Nos lo hemos tomado con calma, parando unas veces para tomar un helado, otras para entrar en una pastelería o para tomar una cerveza fresquita.


La cena ha sido pronto. El restaurante al que íbamos estaba cerrado por ser domingo, pero nos hemos quedado en una cercana tasca, llamada Restaurante Romão, en la Plaza de Carlos Alberto, cerca de la Iglesia do Carmo.


El dueño era un crack. No hablaba ni una sola palabra de castellano y menos de inglés, pero le daba exactamente igual, él te hablaba como si le estuvieras entendiendo. Con nosotros más o menos se iba defendiendo pero las risas han venido cuando en la mesa de al lado se ha sentado una pareja que hablaba en inglés. Se ha acercado a ellos menú en mano y les ha preguntado: ¿English?. Ellos, tan contentos han contestado que sí.


Y entonces él se ha lanzado a soltarles un discurso totalmente en portugués sobre las bondades del menú y sus recomendaciones. Los chicos le miraban sin dar crédito y muertos de risa. Nosotros al lado igual, bueno a mí ya me daban ganas de hacer de intérprete, porque la escena era totalmente surrealista. Pero al final han logrado entenderse, medio por señas, medio por lógica. Y el camarero se ha ido tan orgulloso de su dominio de los idiomas.



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